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miércoles, 7 de abril de 2010

IN MEMORIAM * Tomás Eloy Martínez

Foto: Gonzalo Martínez
Foto: Gonzalo Martínez
Gonzalo Martínez, hijo mayor del periodista fallecido el 31 de enero a los 75 años, dijo que el homenaje será "un poco lo que nos acompañará en el resto de la vida... es una emoción sobre toda la esperanza, el recuerdo y el legado que dejo papá".

Fragmentos del discurso de Tomás Eloy Martínez en el Congreso de la lengua en Cartagena, Colombia, Marzo 2007, en un homenaje a Gabriel García Márquez. Habla de la relación entre TEM y GGM y de Cien años de soledad

Somos, por lo tanto, la queja, pero también la fuerza para no doblegarnos, la voluntad para renacer, la dignidad para recrearnos con belleza en las páginas de nuestros grandes escritores, de García Lorca a García Márquez.

La lengua a cuyo abrigo nacimos es siempre ella misma: no la cambian ni el vértigo de los lenguajes virtuales ni la impaciencia de los jóvenes cuando dialogan con palabras de ortografía quebrada ni las febriles imaginaciones con que la tecnología va vistiéndose casi a diario con ropas nuevas. Hace dos años hemos releído el Quijote como si hubiera sido escrito ayer y dentro de cien años los amantes seguirán amándose con los sonetos de Quevedo y en los teatros seguirán representándose La Celestina y las comedias de Lope con el mismo asombro de hace medio milenio. La lengua nos hace iguales ante la realidad, pero la realidad nos devuelve desiguales a la lengua, sobre todo en este continente donde las dictaduras, la violencia y los fundamentalismos nos sumieron en la miseria y en una ignorancia de la que no nos es fácil salir.

Más de una vez me pregunté qué habría sucedido si hubiéramos leído Cien años de soledad con la ortografía simplificada que nos propuso García Márquez en el Congreso de Zacatecas, sin los desconciertos de las ásperas jotas y de las ges de música indecisa, sin las haches menesterosas y avergonzadas, y con las eses y las ces fundiéndose en los abismos de ninguna parte. Así leí de niño el libro fundador de la literatura de mi país, Facundo o Civilización y Barbarie, y así llegué por primera vez a la Silva a la agricultura de la zona tórrida, porque tanto Andrés Bello como Domingo Faustino Sarmiento confiaban en que una ortografía menos enredada nos acercaría más al espíritu secreto de la lengua.

Tuve que volver a leer el Facundo y la Silva con la ortografía que imponía el uso y no el afán docente de sus autores, y habría vuelto a leer muchas veces Cien años de soledad aun con las haches ausentes y sin las jotas musicales, pero la novela entrañable para mí es la otra, aquella que salió del corazón y del deseo de su autor en 1967, y no la que habría sido modificada por la escritura de la razón.

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